El Ministerio de Medio Ambiente editó este tríptico cuyo texto
detallo más abajo. En él se relatan las circunstancias de la muerte y traslado
de los restos de Isabel la Católica desde Medina del Campo (Valladolid) hasta
la cuidad de Granada, traslado que se realizó bajo unas condiciones
meteorológicas muy adversas.
En el tríptico figuran los patrocinadores del evento, y en
cualquier caso, las empresas que tomaron parte a excepción de Servicios
Técnicos Subacuáticos, a pesar de que sobre ella cayó la responsabilidad de que
el vadeo del río se llevara a buen término, con éxito y con seguridad.
TEXTO CONTENIDO EN EL TRÍPTICO.
CRUCE DEL RÍO
GUADALQUIVIR A SU PASO POR MENGÍBAR.
MISA CORPORE INSEPULTO.
El 24 de noviembre de 1504, la Reina de Castilla
doña Isabel de Trastámara, más conocida como la Reina Isabel la Católica, muere
en Medina del Campo (Valladolid), aquejada de fiebres cuartanas, sobre las doce
del mediodía.
Preces entre llantos y la celebración de la “Misa
corpore insepulto” en el oratorio de la casa-palacio que los reyes de Castilla
poseían en la ferial y amplia Plaza Mayor de la Villa medinense, sobre su
“acera del portillo o potrillo”, presidida por el atributo del Rey don
Fernando, seguida por los preparativos cortesanos para el traslado del regio
cadáver hasta la lejana Granada, según había dispuesto en su testamento, modelo
de prudencia cristiana devoción santa.
HASTA LA CIUDAD DE GRANADA.
Salieron los restos mortales de la Reina Católica revestidos con el
burdo y penitencial hábito franciscano austero, pero fuerte ataúd, por el cual
“con una cama para asentar las andas, cobró novecientos setenta maravedíes el
maestro de obras de carpintería de Palacio”. El ataúd y sus andas, portado
inicialmente por sus fieles criados y camareros, y rodeado por un gran número
de “damas y caballeros junto a sus más fieles servidores y miembros de la
Corte” que le escoltarían hasta la ciudad de Granada “sin detenimiento alguno”
como la Soberana dispuso en su última voluntad.
Ya en las horas que precedieron a su cristiana y
ejemplar muerte, la cerrazón de los cielos a barruntaba fuerte temporal, por lo
que hubo que forrar el ataúd con “cueros de becerro y una fuerte funda
encerada”.
Según los cronistas, el aguacero y truenos iniciales
se transformaron pronto en diluvio oscuro y tenebroso, y así “diluviando
traspusieron los puertos, entre rayos y truenos, dejando atrás rápidamente,
Arévalo, Cardeñosa, Ávila, Cebreros y Toledo…” porque no solamente era el Reino
todo el que únicamente lloraba, sino la Naturaleza también manifestaba su dolor
y duelo.
Y así continuó el viaje-entierro de la Reina doña
Isabel la Católica, vadeando ríos y patiquebrando acémilas, fueron alejándose
de Medina y de Castilla, y así siguió recio el temporal durante los primeros
días de aquel oscuro y tormentoso diciembre de 1504; y atravesando Jaén entró
el doliente cortejo en Andalucía, que recibió el cadáver de Doña Isabel de
Trastámara hecho un mar de lágrimas y dolor, y los cielos siguieron siendo
negros y tenebrosos, vestidos de luto.
DOS CUERNOS DE BECERROS
Según los historiadores que vivieron en aquellos
últimos días de noviembre y primeros de diciembre del año 1504 no conocieron
temporal igual al que reinó en dichas fechas, y ya antes de llegar a Toledo
tuvieron que cubrir y reforzar el féretro con “dos cueros de becerros, por lo
que le pagaron al zapatero Diego de Madrid mil quinientos ochenta y cuatro
maravedíes y medio”
Allí, en esta ciudad de Toledo, hicieron una breve
parada “donde había muchos lodos y los caballeros y regidores que tomaron en
hombros el ataúd frente a la toledana Puerta del Cambrón, de donde salió el
Cabildo para rezar un responso, y lo llevaron a san Juan de los Reyes”, a pesar
de que quisieron honrar los restos mortales de la Reina “Fundadora y Fundidora
de España y Madre de América”, en su
bella y amplia iglesia-catedral Primada, pero el horrible temporal que, desde
la tarde del día 26 de noviembre de aquel triste año de 1504, reinaba en la
mayor parte de la Península Ibérica “urgía ganar tiempo” para que no se
hicieran invadeables los ríos, e intransitables los caminos.
Y al pasar por Cebreros, treinta braceros tuvieron
que ayudar a vadear el crecido río, lo que hacía presagiar el paso del
caudaloso Guadalquivir y parte de su cuenca fluvial alta. Fueron muchos puentes
los que se llevaron y rompieron las ventiscas y torrenteras tremendas, con
desbordamientos y avenidas nunca conocidas en la memoria de aquellas
generaciones.
MENGÍBAR.
Por la localidad de Mengíbar hubo que cruzarse en
balsa el crecido e impetuoso río, y “más de un esforzado caballero tuvo que
forzar a nado las arremolinadas corrientes.” Acémilas, provisiones y carruajes
había que reparar sobre la marcha, así como los objetos y cruces, y las mulas y
jumentos se despeñaban y caían por malos pasos y riscos del accidentado camino.
Dice Pedro Mártir de Anglería en su “Epistolado” que
“ ni el sol ni la luna fueron vistos durante este tormentoso y póstumo
entierro-viaje” que los fieles seguidores de la Reina Católica hicieron en
largo y sufrido viaje hasta su sepultura terrenal en la Granada recién
conquistada, y “sin embargo, ni un solo acompañante quiso abandonar el cuerpo
querido y venerado”.
Por fin dieron vista a la ciudad de Granada y su
fértil vega el 17 de diciembre de 1504, después de veinte días de un borrascoso
y accidentado viaje fúnebre, y fue entonces cuando, Pedro Patiño, teniente del
Mayordomo Mayor de Doña Isabel “ que era como aposentado de su postrer viaje” mandó
hacer alto para reorganizar la fila de la triste comitiva, y al mismo tiempo
“cubrir con nuevos paños el féretro” y con ello disimular los desperfectos
producidos por el prolongado temporal, y tomar también un breve y necesario
descanso.
“…Al vadear el río, la barca era arrastrada por la
corriente y estuvo a punto de zozobrar… diose al barquero de la barca de
Mengíbar, porque pasase toda la gente, un castellano, y a seis que le ayudaron,
un real que montan 789 mrs…”
“… ¿Piensas que hicimos el viaje por tierra? Parecía
que nos arrastraban las borrascas del mar… únicamente en las colinas y
altozanos nos encontrábamos a seguro. Casi a nado atravesábamos los valles y
llanuras, encontrándonos continuamente charcos y lagunas. De pies a cabeza nos
cubría el lodo y el cieno. Las caballerías no tenían ya fuerzas para sacar las
patas de la pegadiza gleba… allí se precipitaban en una fosa, más allá se
dejaban abandonados los bultos al no haber caballería en la que
transportarlos”.
“¡Ay, cuantos cuerpos desdichados, cuantas
caballerías aquellos torrentes se tragaron!”
FIN DEL TEXTO DEL TRÍPTICO.
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